Siempre pensé que aquello del
cielo y el infierno (por más metafórico que sea) tiene su grado de verdad; como
dije, no hay nada verdadero, todo depende de una perspectiva y una serie de
juicios de valor al respecto.
El infierno entonces cobró sentido para mí,
cuando yo imaginaba (en el caso de que así se diera) mis últimos instantes de
vida; siempre habrá últimos instantes… o en un hospital con gente alrededor llorando
(o satisfecha), o sin nadie; o después de ser atropellada por un carro y gente
por montones preguntando sobre mi identidad y simultáneamente robando el dinero
de mi bolso; o con un tiro o puñal en alguna parte del cuerpo, tras haber sido
atracada en algún lugar de Colombia; o durante los momentos previos a la muerte
que se dan durante el infarto; y ni se diga de un suicidio… muchos instantes
para pensarse, para pensar por última vez la existencia misma.
Y entonces,
cuando uno estuviese en dichas reflexiones metafísicas, físicas y sensoriales, el
momento decisivo de estar en el cielo o el infiero vendría a ser el grado de
aceptación con el que uno asume la muerte y la vida que tuvo. Si se arrepiente,
ese tiempo, corto tiempo, pero tiempo al final de cuentas, vendría a ser el infierno; pero si no... si se puede morir
en paz, como me siento ahora, la ascensión y la estadía junto a “dios” dejaría de ser algo mitológico y así… hasta la eternidad (aunque suene muy cristiano). Porque para mí, la
eternidad es eso, lo que se conserva en la memoria, y la memoria como buena
perteneciente del cuerpo y sujeta a procesos orgánicos, se termina ahí, cuando
el organismo entra al periodo de descomposición…