Primero. Dejar una carta
mencionando el porqué de los hechos, contando con ciertos detalles escabrosos
las causas por las que uno ha decidido volarse la cabeza: los dilemas
metafísicos que aparecen todos los putos días, el desinterés por las relaciones
interpersonales, la escasez de motivaciones que le impiden a uno cada vez más
ser alguien funcional, etc… lo de siempre.
Tercero. Encontrar el instante en
el que tanto la euforia (el deseo de hacerlo) como la racionalidad (las razones que lo justifican) confluyan de tal manera que ambas
se compaginen, pues suele pasar que cuando se está en un momento de euforia algo lo trunca: o
llega compañía, o hay un atardecer bonito, o suena la canción que le recuerda que hubo un pasado mejor... En el caso contrario, las
razones están claras pero falta la euforia, y sin la euforia se pierde el
impulso, las ganas, la intensidad del acto.
Cuarto. Una vez se hayan seguido
los anteriores pasos a cabalidad, se procede a jalar el gatillo. Esta vez, sólo se requiere de un par de procedimientos algo mecánicos: tomar
aire (que siempre se hace), cerrar los ojos (como intentando perpetuar un
parpadeo) y ya!